12 de septiembre
EL DULCE NOMBRE DE
MARÍA
¡Con qué reverente
brevedad escribe San Lucas, en el capítulo primero de su Evangelio, la frase
que sirve de pórtico al divino cuadro de la Encarnación!: "¡Y el nombre de
la Virgen era María!". Es como presentarnos, en toda su regia sencillez, en
el azahar florido y oloroso de su huerto cerrado, a la llena de gracia, a la
Reina de los cielos y tierra, a la elegida, a la excelsa Madre de Dios.
Y, escuchando el acelerado palpitar de aquel
corazón sorprendido ante el inefable misterio que va a realizarse, el ángel San
Gabriel, con dulce confianza de siervo expresamente encargado de la custodia y
guarda de su Señora, le dice, subrayando su augusto nombre: "No temas,
María... ".
La creación entera se goza en balbucear el
eufónico nombre que Dios le impuso a su Madre. "Nombre cargado de divinas
dulzuras", como asegura San Alfonso María de Ligorio; nombre que sabe a
mieles y deja el alma y los labios rezumando castidad, alegría y fervor:
¡María! Por medio de la que así es llamada, nos han venido todos los bienes y
la pobre humanidad puede levantar la humillada cabeza y presentir de nuevo la
cercanía de inacabables bienaventuranzas: O clemens, o pia, o dulcis Virgo
María!
Bien le cantamos Mutans Evae nomen, porque
Ella devolvió a la gracia, con el nombre de vida, todo lo que la desdichada
madre natural de los hombres había entregado a las tinieblas, con el nombre de
muerte.
Prueba de sabiduría y de acierto es imponer a
la persona el nombre que justamente le corresponde. Y nadie como Dios ha sabido
dar exactitud, expresión y síntesis a los nombres que Él mismo ha elegido e
inspirado.
Desde la más remota antigüedad, el nombre
impuesto a las personas y a las cosas tuvo, en la mayoría de los pueblos, una
significación simbólica. Aun ahora, muchas tribus africanas, otras dispersas en
los inmensos parques de América del Norte, y los negros australianos,
consideran el nombre como una parte integrante de la personalidad, ocultándolo,
a veces, a los extranjeros, bajo apodos y paráfrasis, por temor a los
perjuicios que pudiera acarrear su conocimiento.
En los países cuya historia se ha ido
desenvolviendo al veril de una civilización normal y cada vez más pujante, el
simbolismo de los nombres perdió, poco a poco, su luz bajo la potencia
bienhechora o maléfica de las personas que los ostentaron. Con razón se dice,
pues, que el nombre no hace a la persona, sino la persona al nombre. Y afirma
San Pedro Canisio que, puesto que "el nombre es símbolo y cifra de la
persona, invocar el nombre de María equivale a empeñar su poder en favor
nuestro".
Si el Señor escogió entre todas las criaturas
la más perfecta, para ser Madre del Hijo divino; si como privilegio de esta
maternidad la hizo inmaculada y arca de todas las virtudes, nos parece muy
lógico que también eligiera para Ella el nombre más hermoso, el de más alta y
acendrada significación, el más dulce entre todos los del humano lenguaje.
¿Qué significados tiene, pues, según la
etimología, ese nombre cuyo misterioso sentido sólo Dios nos podría explicar?
Si, como algunos creen, deriva del idioma
egipcio, su raíz es mery, o meryt, que quiere decir muy amada. Según otros, la
significación sería Estrella del mar. Si el nombre de María proviene del
siríaco, la raíz es mar, que significa Señor. El padre Lagrange opina que los hebreos
debieron utilizar el nombre de María con el significado de Señora, Princesa.
Nada más conforme a la noble misión de la humilde Virgen nazarena. Otro tercer
grupo de filólogos e intérpretes sostienen que la palabra María es de origen
estrictamente hebreo. Y sus diversas y preciosas significaciones son las
siguientes:
Primera. Mar amargo, de la raíz mar y jam.
María fue un verdadero mar de amargura, desde que en el templo, cuando la
presentación de su Hijo, vislumbró la silueta cárdena y dolorida del Calvario.
Y un mar de amargura desbordante en la pasión y muerte de Jesús.
Segunda. Rebeldía, de la raíz mar. Ella, la
omnipotencia suplicante, vence a las satánicas huestes. "El nombre de
María —escribe el padre Campana— es de una energía singular y tiene en sí una
fuerza divina para impetrar en favor nuestro la ayuda del cielo."
Tercera. Estrella del mar. Le cantamos Ave,
Maris Stella! ¡Y con qué arrebatador encanto glosa y profundiza San Bernardo
esta expresiva metonimia!
Cuarta. Señora de mí linaje. Frase muy justa y
apropiada a la prerrogativa nobilísima de ser Madre de Dios, Reina de todo lo
creado.
Quinta. Esperanza. Significado más alegórico
que etimológico, pero lleno de inefable consuelo. Porque Ella, Spes nostra, es
el camino de la felicidad, el arco iris que señala un pacto de armonía entre
Dios y los hombres. "Bienaventurado el que ama vuestro nombre, oh María
—exclama San Buenaventura—, porque es fuente de gracia que refresca el alma
sedienta y la hace reportar frutos de justicia."
Sexta. Elevada, grande, de ram. San Agustín y
San Juan Crisóstomo coinciden en adjudicarle el excelso sentido de "Señora
y Maestra".
Séptima. Iluminada, iluminadora. Está llena de
luz. Sostiene en sus brazos la luz del mundo. Es pura y diáfana. "El
nombre de María indica castidad", dice San Pedro Crisólogo.
Deliciosamente narra sor María Jesús de
Agreda, en su Mística Ciudad de Dios, la escena en la cual la Santísima
Trinidad, en divino consistorio, determina. dar a la "Niña Reina" un
nombre. Y dice que los ángeles oyeron la voz del Padre Eterno, que anunciaba:
"María se ha de llamar nuestra electa y este nombre ha de ser maravilloso
y magnífico. Los que le invocaren con afecto devoto, recibirán copiosísimas
gracias; los que le estimaren y pronunciaren con reverencia, serán consolados y
vivificados; y todos hallarán en él remedio de sus dolencias, tesoros con que
enriquecerse, luz para que los encamine a la vida eterna".
Y a ese nombre, suave y fuerte, respondió
durante su larga, humilde y fecunda vida, la humilde Virgen de Nazaret, la que
es Madre de Dios y Señora nuestra. Y ese nombre, "llave del cielo",
como dice San Efrén, posee en medio de su aromática dulzura, un divino derecho
de beligerancia y una seguridad completa de victoria. Por eso su fiesta lleva
esa impronta: Acies ordinata.
España, siempre dispuesta a romper lanzas por
la gloria de María, fue la primera en solicitar y obtener de la Santa Sede
autorización para celebrar la fiesta del Dulce Nombre. Y esto acaeció el año
1513. Cuenca fue la diócesis que primeramente solemnizó dicha fiesta, siguiendo
su ejemplo, en seguida, las demás, porque el amor de Nuestra Señora es efusivo
y prende con facilidad en terrenos de sincera devoción.
Pero fue el papa Inocencio XI —"defensor
de la Iglesia con toda la fuerza de su férreo carácter, con la sabiduría de su
espíritu y, sobre todo, con el amor de absoluta entrega", como decía en el
radio mensaje de beatificación nuestro Santísimo Padre Pío XII—, quien decretó,
el 25 de noviembre del año 1683, que toda la Iglesia celebrara solemnemente la
fiesta de este nombre excelso, pues invocándolo se había alcanzado la completa
victoria sobre los turcos.
Uno de los más trascendentales y emotivos
episodios de la historia universal nos da el relato de esta decisiva victoria:
Si el empuje de las fuerzas cristianas en
Lepanto, cuya alma había sido también el papa San Pío V, debilitó la potencia
otomana, frenando el ímpetu de sus conquistas, el límite de los territorios
dominados por los turcos no había retrocedido, y la puerta tendía a resurgir
con el intento de una invasión total de Europa. En 1683 el peligro se hizo ya
inminente. Los cálculos menores estiman el ejército que el gran visir Kara
Mustafá llevó contra Viena, en unos 200.000 hombres. Era un momento critico en
la historia del mundo. Inocencio XI, ante las indecisiones ambiciosas y la
política turbia de algunos príncipes europeos, le escribía a Luis XIV de
Francia: "Te conjuro, por la misericordia de Dios, que acudas en auxilio
de la oprimida Cristiandad, para que no caiga bajo el yugo del tirano. Dios te
ha señalado con tan buenas cualidades, y a tu reino con tantas fuerzas y
recursos, que creo estás llamado por la Providencia para lograr la más hermosa
gloria. ¡Sé digno de la grandeza de tu vocación!". Pero, mientras Luis XIV
contestaba con frías excusas, la católica Polonia, al mando de su heroico rey
Juan Sobieski, ajustaba alianza con el emperador de Austria, Leopoldo I, y
acudía en su ayuda.
Desde el 14 de julio, Viena había quedado ya
enteramente cercada por los turcos y aislada del ejército imperial, que se
había retirado a la izquierda del Danubio.
Un bosque de tiendas de campaña se extendía en
forma de medialuna en torno a la ciudad. Comenzó el terrible bombardeo y, por efecto
de él, un incendio imponente. Las enfermedades se cebaban también en los
sitiados. Las provisiones de pólvora y los víveres disminuían con suma rapidez.
Cada día se hacía más violento y amenazador el apremio de los enemigos. Pero la
Providencia divina atendió, una vez más, las oraciones del papa Inocencio XI y
de los fieles devotos de la Madre de Dios, que en Ella habían puesto sus
esperanzas. Juan Sobieski se preparó al combate recibiendo el Pan de los
fuertes y oyendo devotamente la santa misa, y todo el ejército polaco siguió el
ejemplo de su rey. "La hora histórica de la batalla definitiva de Viena
sonó al alborear el límpido sol del día 12 de septiembre" —dice S. S. Pío
XII en el citado radiomensaje con motivo de la beatificación de Inocencio XI—.
El ejército de socorro, dirigido por Juan Sobieski, atacó a los asaltantes. Una
inesperada tormenta de granizo cayó sobre el campamento de los turcos. Antes de
la noche, la victoria sonreía a las fuerzas cristianas que se habían lanzado al
combate invocando el Nombre de María. Si como instrumento de liberación Dios
había escogido al rey de Polonia, unánimes afirman los críticos e historiadores
que el artífice primario de esta misma liberación fue el papa Inocencio, y
éste, a su vez, con humildad conmovedora, atribuyó el mérito y la gloria de
aquella jornada al favor y socorro de María. Por eso quiso dedicar este
luminoso día de septiembre a la fiesta de su Santísimo Nombre.
"El Señor ha hecho vuestro Nombre tan
glorioso que no se caerá de la boca de los hombres" (Judith, 13, 25).
Sublime elogio que corresponde a María, a la cual todas las generaciones llaman
bienaventurada, y Aquel que "hizo en Ella cosas grandes y cuyo Nombre es
santo", quiso darle íntima participación de esa misma santidad para
consuelo y gozo de quienes invocaren su dulce Nombre. Nombre que ha de ser
también loado, "santificado", como el Nombre de Dios, en todo el
mundo, porque —repitámoslo una vez más— infunde valor y fortaleza. Bien lo
aprendieron los indios mejicanos de boca de los pobres soldados españoles
cautivos, que subían al pavoroso "teocalli" invocando: "¡Ay,
Santa María!", y con este nombre en los labios expiraban.
En el áureo Blanquerna, de Raimundo Lulio, en
el cual, según alada frase del excelentísimo doctor García y García de Castro,
arzobispo de Granada, "el beato mallorquín logró aprisionar las
transparencias de las ondas del mar de Mallorca y las incógnitas armonías de
los montes de Miramar...", se lee de aquel monje que sólo tenía por oficio
dirigir, tres veces al día, una salutación a Nuestra Señora. "Es el
ruiseñor del monasterio —continúa el doctor García y García de Castro con
galana pluma— y canta las delicias de María, y envídianle los otros ruiseñores
esparcidos por aquellos bosques que se reflejan en las aguas luminosas del
Mediterráneo mallorquín".
"¿Quién se resistirá a escuchar sus
melodiosos trinos?"
"¡Ave, María! Salúdate tu siervo de parte
de los ángeles y de los patriarcas y los profetas y los mártires y los
confesores y las vírgenes, y salúdate por todos los santos de la gloria. ¡Ave,
María! Saludos te traigo de todos los cristianos, justos y pecadores; los
justos te saludan porque eres digna de salutación y porque eres esperanza de
salvación; los pecadores te saludan porque te piden perdón y tienen esperanza
de que tus ojos misericordiosos miren a tu Hijo para que tenga piedad y
misericordia de sus culpas y recuerde la dolorosa pasión que sostuvo para
darles salud y perdonarles sus culpas y pecados.
¡Ave, María! Saludos te traigo de los
sarracenos, judíos, griegos, mongoles, tártaros, búlgaros, húngaros de Hungría
la menor, comanos nestorinos, rusos, quinovinos, armenios y georgianos. Todos
ellos y muchos otros infieles te saludan por ministerio mío, cuyo procurador
soy..." (Obras selectas de Raimundo Lulio: B.A.C., p.160).
Esa debe ser nuestra salutación y nuestro
ruego: que todos conozcan y alaben a María, que todos pronuncien con reverencia
su santo Nombre y que Ella mire a todos sus hijos, dispersos por el mundo, con
ojos de misericordia y de amor.
Su Nombre, para los que luchamos en el campo
de la vida, es lema, escudo y presagio. Lo afirma uno de sus devotos, San
Antonio de Padua, con esta comparación: "Así como antiguamente, según
cuenta el Libro de los Números, señaló Dios tres ciudades de refugio, a las
cuales pudiera acogerse todo aquél que cometiese un homicidio involuntario, así
ahora la misericordia divina provee de un refugio seguro, incluso para los
homicidas voluntarios: el Nombre de María. Torre fortísima es el Nombre de
Nuestra Señora. El pecador se refugiará en ella y se salvará. Es Nombre dulce,
Nombre que conforta, Nombre de consoladora esperanza, Nombre tesoro del alma.
Nombre amable a los ángeles, terrible a los demonios, saludable a los pecadores
y suave a los justos."
Que el sabroso Nombre de Nuestra Madre, unido
al de Jesús, selle nuestros labios en el instante supremo y ambos sean la
contraseña que nos abra, de par en par, las puertas de la gloria.
MARÍA DE LA EUCARISTÍA, R. DE J. M.
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